lunes, 18 de junio de 2007

Cuando se encierra a los héroes

En 1990, René González Sehwerert, de 34 años, tomó la avioneta en la que trabajaba como entrenador de vuelo en las afueras de La Habana y abandonó Cuba con rumbo norte. Por primera vez en su vida se involucraba en dos delitos: robar una propiedad del Estado cubano y entrar a Estados Unidos sin cumplir los trámites legales que con absoluto rigor exigen las oficinas consulares norteamericanas a las personas interesadas en emigrar a ese país.

Pero René no había salido de México, ni de El Salvador, ni de Haití, ni de Guatemala..., sino de La Habana. Sus delitos, ahora méritos al amparo de la exclusiva Ley de Ajuste Cubano, enseguida le permitieron convertirse en piloto del grupo Hermanos al Rescate (HAR)(1) y con ello entrar de forma expedita al reino de la impunidad: los dominios de la mafia cubano-americana, alimentada y sostenida durante 43 años por el negocio público del anticastrismo y otros no declarados como el tráfico humano, de estupefacientes y de armas. René jamás fue juzgado por robar una avioneta ni por entrar ilegalmente a Estados Unidos.

En la madrugada del 12 de septiembre de 1998, René y su esposa Olga –exiliada en 1996 junto a la hija mayor de ambos, Irmita–, fueron despertados por los violentos toques a la puerta de varios agentes del FBI. Él fue tirado contra el piso, esposado y sacado violentamente del hogar, sin más explicaciones que la que podía derivarse de una pregunta: “¿Ud. es René González de Hermanos al Rescate?” Ella, empujada contra la pared y obligada luego a permanecer a distancia, mientras oficiales armados sacaban de la cama a su hija adolescente, registraban minuciosamente cada milímetro de su pequeño apartamento y ponían fin al tranquilo sueño de Ivette, la pequeña de cuatro meses, nacida en Estados Unidos.

La pesadilla dentro de la casa terminaría cerca del anochecer, cuando el FBI le entregó un número de teléfono para que al otro día indagara por el destino de su esposo. Entonces cabía la posibilidad de que aquello no fuera más que una acción de cobertura para proteger a René, que durante sus años en HAR había denunciando al FBI las actividades de narcotráfico del grupo. Pero cuando Olga preguntó por René, la respuesta fue una nueva visita del FBI para decirle que René “no era el único”, que “lo sabían todo” y que “colaborara” o corría el peligro de ser deportada y perder la custodia de su hija de nacionalidad norteamericana. La respuesta de ella fue: “ Y si lo saben todo, ¿para qué necesitan mi colaboración?”

Veinticuatro horas después, la radio en español del sur de la Florida, bailaba al son del nuevo show anticubano y El Nuevo Herald publicaba en portada las fotos de diez personas de aspecto desaliñado, como corresponde a quienes son sacados abruptamente de la cama en la madrugada. En uno y otro medio, los términos no esperaban por la investigación, mucho menos por el juicio. Los declaraban sin espacio a la más mínima duda como “espías cubanos”.

Esta vez no hubo piedad. En los dos años siguientes, Olguita perdió todos sus bienes y terminó viviendo con sus hijas en la sala de unos amigos latinoamericanos, asediada por el odio de la extrema derecha, mientras esperaba la primera señal de su esposo que permaneció durante 17 meses, junto a los otros nueve detenidos, en el más riguroso régimen carcelario: celda de dimensiones mínimas, aislamiento, incomunicación, sin acceso a TV., radio y prensa, con limitadas horas de luz solar. Le llaman el “hueco”. Los abogados de oficio que les fueron asignados presentaron una moción solicitando el cambio de estas condiciones el 21 de enero de 1999. El gobierno les respondió: “Carece de mérito, está fuera de la jurisdicción de la Corte y puede ser denegada porque las condiciones de confinamiento son humanas, constitucionales y según las reglas”. La petición fue aprobada 13 meses después.

No todos resistieron las presiones de la Fiscalía, que con las otras familias apeló al mismo recurso de la amenaza sobre la suerte de los hijos. Al final solo cinco hombres irían a juicio para hacer públicas las razones de su presencia en Estados Unidos, y particularmente dentro de los grupos que organizan y ejecutan las acciones contra Cuba: habían penetrado aquellas organizaciones de declarada militancia anticastrista con el único objetivo de conocer, informar a su país y así evitar nuevas acciones de terrorismo como las que en los años de Revolución han elevado a más de tres mil el número de víctimas cubanas.

René estaba entre los que resistieron y aceptaron ir a juicio. La respuesta fue el encarcelamiento de Olga el 16 de agosto de 2000. Por suerte, la hija mayor estaba de vacaciones en Cuba y la más pequeña con la abuela de René, en Sarasota, a cientos de kilómetros de distancia de la madre. Las tres no se volverían a ver hasta noviembre, al ser deportada Olga a Cuba.

En el Centro Federal de Detenciones de Miami quedaba René, junto a sus hermanos de combate y castigo: Gerardo Hernández Nordelo, Ramón Labañino Salazar, Fernando González Llort y Antonio Guerrero Rodríguez, nombres todavía desconocidos para el pueblo de Cuba, cuyo gobierno hasta ese momento había permanecido en silencio con respecto a sus misiones, para no influir en un proceso necesariamente marcado por los prejuicios políticos.

Conscientes de que esos prejuicios trascienden la lógica de los adversarios para situarse en los extremos de los rabiosos cuando se trata de Cuba en la capital de la mafia, los abogados demandaron con fuerza un cambio de sede que les fue reiteradamente negado. En los archivos de la prensa miamense de esos días pueden encontrarse los debates que generó la sola conformación del jurado en la ciudad más hostil a los cubanos que pueda hallarse en el planeta.

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